Hace más de 40 años, Oscar Varsavsky publicó un extraordinario librito en el que se plantaba contra la tendencia predominante en las universidades argentinas: el cientificismo. Su voz fue fundamental para formular una crítica a la academia desde el interior del sistema. A diferencia de los pensadores del peronismo, que con la excepción de Puiggrós no estaban insertos en la Universidad y la cuestionaban desde ese lugar externo, Varsavsky conocía de cerca la forma más concreta de la dependencia cultural en el ámbito universitario: el sistema científico. Con su vorágine burocrática, sus carreras sin meta más allá de lo individual y sus proyectos orientados por intereses externos, el cientificismo era la deformación colonizada de lo que hubiera debido ser producción de conocimiento para sostener y acompañar un proyecto emancipatorio.
Muchas cosas pasaron en el tiempo transcurrido desde la publicación de "Ciencia, política y cientificismo". Tiempo que incluye estos años de kirchnerismo y avance en el presupuesto universitario y en el impulso de la ciencia y la tecnología. Tiempo en el que el CONICET creció como nunca, en salarios y en cantidad de investigadores. Sin embargo, el sistema universitario se sigue negando a discutir ciertas cosas. Discusiones de las que somos responsables, porque el gobierno aporta todo lo que tiene que aportar pero nosotros seguimos chillando con la autonomía universitaria cada vez que a algún funcionario se le ocurre opinar (¡pero qué barbaridad, che, un Ministro de Educación que quiere hablar de educación!).
Uno de los problemas centrales de la universidad argentina, en particular en el área de ciencias sociales, es el de los posgrados. Desde los años 90, se compró la lógica mundial del posgrado rápido. CONICET está lleno de becarios recién graduados que enseguida se meten a doctorarse sin importar mucho qué es lo que estudian, qué pueden aportar con ese trabajo. Becarios que se quejan de su estado de precarización sin atender a que el hecho de que te paguen para estudiar es un privilegio, que el que te paga es el Estado, y que lo que producís debería trascender tu ombligo y el de tu director. Hoy los posgrados en el área de Sociales en Argentina se piensan para ese perfil. Si tenés otros intereses, si laburás, si militás, la burocracia se encargará de hacerte saber que no estás en el lugar adecuado. Y uno, que no se atreve a llamarse intelectual pero hace uso de la jactancia, duda. ¿Podemos pensar en lo social sólo desde la dinámica cursada-publicación-ponencia? ¿Qué posibilidades quedan de introducir ciertas discusiones sobre aquello que nos es común, sobre la cosa pública, si el sistema se basa en el individualismo y la consolidación de prácticas y espacios en que sólo se admite la evaluación de los pares? ¿Por qué seguimos hablando de la autonomía universitaria como si se tratara de un supuesto intangible? Durante demasiado tiempo, la universidad autoerigió el mito de ser la reserva moral de la Nación, un espacio de sacrificio y trabajo al que no se le daba lo que correspondía y al que por lo tanto, no se podía criticar mucho. Ahora tenemos presupuesto, tenemos salarios, infraestructura, agencias y programas, pero la autocrítica sigue pendiente. Somos nosotros los que no estamos a la altura de lo que este tiempo nos demanda.
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