Un par de textos del Facebook sobre la recuperación de los restos de Carlos "Quito" Burgos, asesinado en el intento de copamiento al regimiento de La Tablada el 23 de enero de 1989
Por Miriam S.
Una caja con huesos. Es lo que hay, al fin: huesos que ya son cenizas para devolver a la tierra. 24 años más tarde, podemos despedir al tío Quito, que por fin es un muerto, y no un prófugo —como se empecinó en decir el Poder Judicial por mucho tiempo— ni un desaparecido —su condición efectiva por más de veinte años—. Podremos decir “a Quito lo mataron en el copamiento de La Tablada y escondieron su cuerpo”. Ahora que lo recuperamos y lo despedimos, esa oración es posible.
De la vida de Carlos Alberto Burgos, una vida intensa y entregada a la militancia, es posible rescatar múltiples imágenes, anécdotas, recuerdos. El pequeño Quito disfrazado de vaquero en el carnaval de 1948 mira cómplice al Quito que sonríe al salir de la cárcel en 1963. El Quito casi adolescente que escribe su propio alegato de defensa ante la Corte Marcial del Plan CONINTES da lugar al Quito periodista de La Opinión y de El Cronista Comercial. El Quito que sonríe con toda la cara —sonríen los ojos, como puñaladas— y posa con los dedos en V; el que volvió del exilio y conocí yo; el que mira a cámara pensando en quién sabe qué en ese enero del 89, poco antes de que lo maten.
La vida de los muertos es lo que nos queda cuando hemos podido despedirnos de ellos: sin esa ceremonia, todo remite a su muerte, a la desaparición, a esa suerte de onda expansiva que nos tocó y nos alteró para siempre. No había marcos sociales para convivir con semejante evento. Hasta el día de hoy, no los hay: los que hablan de desapariciones en democracia suelen excluir a los desaparecidos de La Tablada, los que anhelan la imagen de un Alfonsín inmaculado los soslayan. Por eso, recuperar los restos de Quito y poder despedirlos se parece más a una reconstrucción que a una reparación: se repara lo que tiene arreglo, y la desaparición no lo tiene. Mi abuelo murió en diciembre de 1997; mi abuela, en abril de 2006. Ninguno de los dos tuvo la posibilidad de una certeza. De lo que hicieron con la muerte de Quito, hoy podemos reconstruir algo similar a una conclusión. Y así, dar un lugar, un espacio, un tiempo a quien no lo tenía. Que era él, el desaparecido, pero que también fuimos nosotros, que ahora podemos saber cosas simples: es él, está acá, y al fin —como dice esa bella canción de Iván Lins— lo pasaremos en limpio, lavaremos las heridas y recogeremos los frutos. Y claro, probaremos el gusto por los que ya no están.
Este texto de Laura L.
Leo en el diario El Día de La Plata un breve aviso fúnebre en la parte de recordatorios:
CARLOS ALBERTO BURGOS (Quito)
Asesinado en La Tablada el 23/01/1989.- Homenaje a tu vida militante. Descansa en paz, querido hermano.
Leo este aviso y pienso que hay hechos que habilitan las palabras, y que las palabras -la posibilidad de decir algunas cosas, en este caso las palabras "asesinado", "La Tablada", "descansa en paz", "querido hermano"- permite cerrar algunas viejas y dolorosas heridas.
El aviso fúnebre me está hablando también a mi. Esas palabras me dicen que ahora se puede volver a hablar de los ochentas, esa década que, al menos en hipótesis, se abre con la guerra de Malvinas y se cierra con la toma del cuartel de La Tablada.
El aviso fúnebre me avisa -nos avisa- el fin de una vergüenza: la espera de 24 años para sepultar un cuerpo. No sé si es posible reparar esa espera porque entre tanto hubo padres que murieron sin haber podido hacer el duelo por el hijo muerto. No sé si se puede reparar el oprobio de que aún hoy siguen habiendo desaparecidos de La Tablada, pero lo que seguro no repara nada es el silencio.
No sé si fue la hermana Buchi o el hermano Felipe, no sé quién puso este aviso fúnebre en el diario El Día, no sé cuál de los dos se animó a hacerlo. No sé, pero lo agradezco y doy mis pésames porque los rituales permiten cerrar y abrir etapas.
Descansa en paz. Descansen en paz.
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